Llevo años hablando con una amiga que en experiencia me lleva unos cuantos pasos, cuando en realidad suelo ser yo el que lleva esa ventaja, al menos en mi entorno.
Sabe hablar, siempre digo que tiene el don de la palabra y muy a menudo tiene que decirme «te lo dije». Para muchos esa frase es odiosa, pero a mí me encanta, aunque no lo parezca. Significa que ella ya veía venir lo que yo no y que todavía me queda mucho por aprender para prevenir ciertas cosas.
Siempre me ha tratado de avisar y a pesar de tenerlo todo muy en cuenta, termino por cometer mis errores. Es lo normal.
Solemos tener opiniones distintas y las defendemos con fuerza, pero ella muchas veces me supera con creces. Como ya dije, tiene el don de la palabra. No significa que deje de tener mi opinión propia, pero sí que he de defenderla y argumentarla mejor como hace ella conmigo. He llegado a ceder en algunos temas y darle la razón, simplemente lo veía de una manera que no era la correcta y terminé tomando otra postura distinta.
Tantos años de conversación, tantos debates y tantos consejos llevaron a algo que hizo que cambiara mi visión de la vida. Fue durante la época que lo veía todo negro y como de costumbre acudí a ella. Sabía que si alguien podría librarme de aquella carga sería mi amiga y lo consiguió. La entrada de La felicidad es prácticamente obra suya. Vi el mundo de esa manera gracias a ella. Me dijo que nadie es imprescindible, que la soledad no es mala, que no hay que depender de nadie. Obviamente aquella conversación fue más que solo esos tres puntos y cogí todo aquello para amoldarlo a mi día a día.
Desde ese momento empecé a ser feliz de verdad, la gente en mi vida iba y venía igual que antes, pero yo no lloré las pérdidas, no lo veía necesario. Vi que si no cosía mi vida a los demás podía estar a gusto, hicieran lo que hicieran.
Tampoco necesitaba salir de casa constantemente, no necesitaba salir por ahí día sí y día también porque valoré los momentos de soledad. Un libro podía hacerme muy buena compañía también o mis lápices para dibujar o mi ordenador.
A partir de todo aquello empecé a hacerme una especie de control, un medidor de felicidad y es tan simple que lo recomiendo a todo el mundo. Consiste en una simple pregunta al final del día: ¿hice lo que quería hoy? Creo que pocas respuestas negativas he tenido hasta hoy y cuando las he tenido las he corregido pensando en lo que había fallado. Esos fallos podían ser cualquier cosa: no haber aceptado la propuesta de un amigo de ir al cine solo porque la película que me dijo no me gustaba. Tal vez ese día perdí la oportunidad de haber conocido a alguien o a lo mejor no disfruté de unas buenas risas. También pueden ser fallos totalmente contrarios: el haber rechazado ir a la playa evitó que lo pasara mal en la cama por haberme quemado o a lo mejor prefería ver una serie en casa, sin más, disfrutando de la soledad.
Sinceramente un gran porcentaje de mí (No somos nadie, somos todos) se debe a esta amiga porque sus consejos se convirtieron, en gran parte, en mi base de ver la vida.